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Texto sin nombre. Muerto sin lugar

Murió un canalla. Un asesino serial. Un genocida. Un criminal. Un culpable de muertes, torturas, exilios, prisiones, violaciones de mujeres, madres sin hijos, hijos e hijas sin padres y madres, niños y niñas expropiados en su identidad. Un fascista de esos que se dicen argentinos.


¿Qué hacer con ese muerto? ¿Qué pedazo de tierra vamos a contaminar con sus desechables restos? ¿Cuánto tiempo dedicaremos a escupir sobre sus palabras dichas en nuestro mismo lenguaje? ¿Qué piquetes haremos en nuestro infierno para que no pueda entrar?

Tendría que existir un no lugar para los tiranos. Una especie de basurero de la historia en el que no haya riesgo de reciclaje. Un lugar donde no tengamos que volver a encontrarlos jamás. Donde ellos definitivamente no estén… entre nosotras y nosotros. Cuando ya por suerte no respiran e infectan nuestro mismo aire, cuando ya no largan su pútrido aliento sobre el oxígeno que nos mantiene vivas… habría que inventar un no espacio para ellos.

Pero sospecho que no. Que ese no lugar no existe. Sospecho que seguirán ensuciando nuestras noches con pesadillas. Sospecho que todos lo “no” que me salen en este texto, son voces escapadas de nuestro espanto.

El canalla murió en la cárcel. Algo es algo, me digo. Pero se llevó pruebas y silencios a su tumba marmolada.
No voy a nombrarlo, me digo. No voy a contaminar mi texto. No quiero compartir ya nuestro lenguaje con el suyo. Es que las palabras no pueden significar lo mismo para ellos y para nosotras. No significan lo mismo, digo.

Pero tal vez sí. Tal vez haya que decir que su apellido es un insulto para la humanidad. Que los niños y niñas que hoy están naciendo, debieran saber algún día, que de las entrañas de una argentinidad fascista que nos espanta, nacieron tantos videlitas que dan asco y miedo… y que eso puede volver a suceder, si no sabemos identificarlos. Que tal vez por eso una y otra vez hay que marcarlos, señalarlos, escracharlos todos los días, si queremos quitarles el poder sobre nuestras vidas.

El canalla murió en la cárcel, como corresponde. En una cárcel común. Pero hay tanto fascista suelto. Y no hablo solamente de los dinosaurios viejos. Hay tanto facho joven. Tanta desmemoria en territorios heridos de nuestra historia cotidiana.

Me cuesta pensar que murió esa pesadilla. Porque la muerte finalmente es parte de la vida. Y la vida es nuestra. El canalla se creyó dios, amo de la vida y de la muerte… pero no. Ni dios ni el papa lo salvaron del final tan ineludible. Murió en la cárcel me digo.

Y no habrá manera de quitarle las rejas de su cuerpo. Porque ni muerto será perdonado. Y porque, aunque ensucie todo lo que toca, tampoco será olvidado. Ni muerto.

Mientras el canalla se pudre en nuestra lastimada memoria… ahí seguimos. En un caminar colectivo, tumultuoso, caótico, fértil. Vamos encendiendo resistencias. 30000 veces 30000. Multiplicando rebeldías. Desmalezando de fachos nuestros territorios. Sacándolos de todos los rincones. Porque “a donde vayan los iremos a buscar”.

Y sembrando nuestro corazón en el camino. Amando definitivamente al pueblo. Hasta la vida siempre.
Claudia Korol
17 de mayo, 2013

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